viernes, 11 de abril de 2008


TEATRO / CRÍTICA / LUCIDEZ

8 puntos

Onírico no es mala palabra
Entre el sueño y la vigilia y con una fábula rockera como excusa, el director Guillermo Arengo confirma la agudeza de su mirada.



Ocurrió sin que nadie lo buscara: “onírico” se fue convirtiendo, con el devenir de los años y de los espectáculos, en una palabra bastardeada que se utiliza para englobar todo aquello que se aleja del naturalismo pero no se sabe bien qué es ni qué lugar ocupa dentro del mundo teatral. Quizá por eso cuesta toparse con una propuesta cuya materia prima son los sueños sin esbozar de antemano alguna mínima resistencia. Con Lucidez esa aprensión puede surgir, sí, pero desaparecerá a los pocos minutos si uno está decidido a dejarse llevar. La cosa funciona más o menos así: los delirantes sueños de Lali, un rocker deprimido por la disolución de su banda, se entrelazan con la realidad colectiva que convoca a los otros tres integrantes del grupo en una sala de ensayo teñida por los gritos y la debacle emocional. La obra se sitúa justo en ese día crucial, el de la separación. No hay marcha atrás: los tres están a favor del divorcio. Lali –acaso el mayor antihéroe de este conjunto de antihéroes– se evade, un poco por necesidad y un poco por los efectos de algún narcótico, y sueña a sus compañeros de banda convertidos en personajes patéticos. Para paliar su crisis creativa y emocional, el músico recurre a las llamadas telefónicas: del otro lado del tubo, un ¿psiquiatra, psicólogo, médico alternativo? escucha y aconseja. Las charlas con el doctor Brodsky (sorprendente creación de Blas Arrese Igor) representan las únicas situaciones que se distinguen con precisión como “lo real”, en esta invitación a bucear por la mente de sujetos destrozados. Hay que estar prevenido: los signos más difíciles de decodificar pueden resultar un tanto enigmáticos para un espectador habituado a otras propuestas de las pequeñas salas porteñas. Es que Guillermo Arengo, director de El montañés y Circuitos para gente artificial, despunta entre los creadores de su generación que, por elección o por inercia, se han mantenido más cerca de la dramaturgia realista que aprendieron de sus maestros y hoy ponen el ojo sobre historias de familias desamparadas, personajes sufrientes pero apacibles, lazos que fracasan. Aquí también hay vínculos rotos, pero el contenido de la obra le pasa por al lado a todo eso: la relación de los sueños y las ansiedades que los provocan (aquello que Freud llamaba resto diurno) y las conexiones entre la primera y la segunda parte de la puesta –con climas y tensiones completamente diferentes– se convierten en la cuerda que sostiene siempre atento al espectador. No es casual que Lucidez haya emergido de la cabeza de Arengo, un ex estudiante de psicología que trabajó por dos años en el hospital Borda. Su pequeña gran obra está llena de sutilezas que confirman su obsesión por los recovecos de la mente, pero no por eso cae en psicologismos explícitos. Simplemente allí están, para quien quiera descifrarlos después de terminada la función.

1 comentario:

sala escalada dijo...

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